El título del álbum es, en efecto, muy elocuente. Porque poco a poco, de manera lenta pero sostenida, con la misma perseverancia de esa lluvia fina pero tenaz que va empapando las praderas, la música de El Nido ha ido encontrando lugar y acomodo hasta convertirse en una de las bandas más prometedoras que revolotea ahora mismo por nuestro suelo peninsular.
Y este tercer trabajo de los chavales burgaleses –aunque el primero fuese aún tan párvulo que casi preferirían no contabilizarlo– supone un refrendo en toda regla a la hora de expandir la buena nueva de su canción moderna y de creación propia, pero apegada a la tierra e inspirada por las enseñanzas que nos legaron los tatarabuelos con muchas menos ínfulas y mucho más arte del que ahora se estila por esos andurriales virtuales del Señor.
Los del barrio de Gamonal han pasado de cuarteto a quinteto para consolidar su propuesta de pop contemporáneo con filiación terruñera, en la que los arreglos no necesitan recurrir a las chiribitas electrónicas para que se les note a sus artífices que acaban de incorporarse apenas a la tercera década de vida. El canto de Nacho Prada es a la vez tierno, áspero y poderoso, y la escritura junto a sus compañeros de andanzas entraña la insólita virtud de parecer antigua y atemporal a un tiempo, de haber asumido e interiorizado de tal manera el aprendizaje folclórico como para escribir coplillas y estrofas que no sabemos bien si datar en pleno siglo XXI o un montón de décadas más atrás. “La constancia” le canta precisamente eso, al valor del esfuerzo y del abrazo colectivo, al refrendo a través del trabajo, el calor humano y la empatía. Es una voz que se alza desde una humanidad muy ajena a ese individualismo chirriante con el que tantas veces nos damos de bruces, a poco que nos sumerjamos en la vorágine de las grandes ciudades y el despiadado hieratismo de los poderosos.
Y nada como las referencias al terruño para aportar ese calor del que El Nido se alimenta, y en este razonamiento no hay paradoja sino coherencia. Prada y sus compinches (Álvaro, Eneko, Peio, Rodri) recurren a charros, ajechaos, agudillos y demás pautas rítmicas tradicionales para sacarse de la manga un puñado de piezas adictivas y coreables. Tan propicias para el baile como endiabladas en esos compases quebrados e irregulares que nuestros viejitos manejaban sin inmutarse, con la naturalidad de quien lleva muchas jornadas y kilómetros echándose al monte. Por eso Lo que siento se erige en auténtico himno y “LQNHG”, iniciales previsibles de Lo que nos hace grandes, lleva a pensar en El Nido no como una versión en clave folkie de sus paisanos de La M.O.D.A. (que también), sino de sus seguramente admirados Vetusta Morla.
“La constancia” pesca de aquí y allá, se embarca en una jota como un castillo (“La bienvenida”) igual que indaga en el precioso arte de la canción de cuna (“Arrorró”), aprovecha las aportaciones de amigos por ahora más ilustres (Rozalén en la enternecedora “De corazón”, Rodrigo Cuevas en la pícara, desmadrada y adorable “Tucucu”) y refrenda el amor y el respeto por la raíz desde las primeras de cambio (“Perdón”). Y todo ello bajo la batuta del gran maestro y paisano Diego Galaz (Fetén Fetén), mentor e inspirador del grupo, aunque para los pasajes más intrépidos (“Agudillo”, “Tucucu”) nuestros pájaros se atreven a ponerse en manos de Hevi, ese productor de sesgo más urbano que ya ha perpetrado diabluras en alianza con Mocho Gris o Caamaño & Ameixeiras.
Pueden quedar pequeños detalles por pulir, como algunas redundancias rítmicas o ciertos versos más perezosos, en particular tres o cuatro en “Nuestras voces nos salvarán” que no habrían merecido pasar el corte. Pero si “Refugios a cielo abierto” (2022) era ya un disco enormemente ilusionante, este que ahora le sucede equivale a una eclosión. Y así, ramita a ramita, parece claro que a los de Burgos el destino les tiene reservadas muchas horas de altos vuelos. Ojalá.
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