¿Quién se atreve a titular su primer álbum “El único ser sin talento”? ¿Quién no sentiría miedo al autodenominarse mediocre a comienzos de su carrera musical?
Suponemos que tal jugada solo está reservada a alguien que entiende que el arte no se mide en destrezas técnicas, sino en la capacidad de convertir la vida en relato.
Stivijoes firma así uno de los debuts más esperados de la temporada, un disco que no se escucha desde la admiración, ni de arriba a abajo.
Raúl encuentra el placer en la empatía horizontal: detrás de su primer álbum no hay ínfulas ni un ego inflado, sino un espejo medio roto donde cualquiera puede reconocerse.
El álbum se abre con “No he nacido rico”, un (casi) rap sostenido en un piano de tintes impresionistas que marca desde el inicio el tono confesional del disco. El artista no rehúye el dolor: “perdí a mi tío hace más de un año por cáncer y a mi madre hace unos diez se la llevó la depresión”, canta con crudeza. El resultado es una especie de inventario vital que desnuda la fragilidad, pero también la aceptación de la propia insignificancia: “esta vida no ha sido nuestra decisión”, canta en el primer tema del disco, un discurso parecido al que sueltas en la primera sesión de terapia.
Le sigue “Bicho raro”, una balada acústica en la que Stivijoes recupera la tradición folk y country para hablar de desamor. Y justo entonces llega “Toda una vida”, el punto de inflexión que abre una ventana doméstica dentro del álbum. Es un tema costumbrista que eleva lo cotidiano a categoría poética, dando el contrapunto doméstico y emocional entre el duelo inicial y la precariedad de “Gran cru”. Sin embargo, en esta última, el relato vuelve a lo terrenal: “no puedo pagar al arrendador… mi palabra favorita es por favor”. Una vez más, Raúl convierte lo precario en poético: el barrio, el banco, las facturas y la supervivencia cotidiana se vuelven materia creativa.
El disco transita con naturalidad entre lo íntimo y lo colectivo. “Burdeos”, el tercer adelanto (ya publicado), es un ejemplo claro: casi rap, casi pop, con ecos de góspel y un clímax orquestal que lo eleva hasta el himno. Aquí el artista reflexiona sobre la fama, sobre el miedo a perder la autenticidad en medio de la abundancia. Más adelante, “Dios es testigo” irrumpe con un bajo dominante que desemboca en un vals de raíces latinoamericanas.
El propio título del álbum aparece en forma de interludio en “El único ser sin talento”, un momento de pausa que revela el núcleo del proyecto: ser músico no como elección, sino como necesidad vital. Por eso, inmediatamente después llega “Tiene que ser un hit”: una confesión directa de las presiones de clase y el ímpetu de trascendencia a dicho sistema, que viene de la mano de la obligación de triunfar en una industria que mide el valor en números.
El tramo final se abre con “Esta no salía”, una balada de desamor, y continúa con “Latemotiv”, el corte más nostálgico, que bebe del indie rock clásico y del espíritu y2k como si se tratase de un guiño a sus propios orígenes. El álbum se cierra con una coda doble: “Solo” y “No te olvides de mí”. Esta última empieza con una introducción chopiniana para acabar como un ruego.
La dedicatoria, esa plegaria incluida en el propio título, se ensancha desde el tú a tú hasta convertirse en una súplica al público: no olvidarse de él, porque él ha venido a esto como necesidad de ganarse la vida. Porque ser pobre de alma rica (o rico de alma pobre) es el conflicto que atraviesa todo el álbum.

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